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Mantener la cabeza ocupada. No estar sola. Son las dos mejores maneras de sobrevivir. Estar rodeada de personas que amo, que ríen y me hacen reir. Estar el mayor tiempo posible con esos seres que me hacen feliz, que alegran mis horas, mis días. Amar las risas, los gritos. Aborrecer el silencio, la calma. Busco, inevitablemente, la compañía. Así como también tener mi cabeza llena de pensamientos. Buscar cada vez más actividades, que impidan tener tiempo libre, tiempo en el que mi cabeza considere que tiene permitido pensar en lo que realmente le importa. Anotarme en todas las actividades extracurriculares, aceptar cada una de las salidas que aparezcan, sea cual sea. Pensar en todas las cosas que quiero hacer y las que debería. Comer, leer, escribir, ver series y películas, sacar fotos. Matar el tiempo. Escribo tantas cosas, que se quedan bajo cajón y tantas otras compartidas, pero ninguna se compara con la emoción de escribir como antes solíamos hacerlo. Escucho muchas veces como me dicen que tengo cosas para leer, y aunque paso la mitad de mi tiempo pensando en cómo continuarlas, no es lo mismo que cuando esas palabras las pronunciabas vos. Tengo esa felicidad que yo llamo momentánea. Ese dulce sabor en la boca cuando estoy acompañada, que pinta de colores mi mundo. Pero a las 12 de la noche, o antes, hay que volver a casa, a la soledad, al tiempo libre, al masoquismo de permitirle a mi cabeza que divague en aguas profundas en las que siempre aparece un iceberg listo para llevar mi barco al fondo del océano. Cenicienta tiene que volver a la realidad, y con ella llegan los sabores amargos de vuelta. La felicidad momentánea no funciona. Todos mis intentos para evitar la soledad y el hundimiento de mis sentimientos, son en vano. Al fin y el cabo, es sacar un clavo con otro. Es lo mismo que meter toda la ropa desordenada en el placard y el resto esconderlo bajo la cama. El desorden deja de verse, pero es no implica que no esté.