Solucionamos nuestras crisis y tomamos nuestras decisiones en base a un “Piedra, papel o tijera” como si fuéramos chicos de cinco años. Me hacés cosquillas porque te gané, ninguno quiere sufrir y me besás. No sé porqué, en medio del beso, suave, tierno, dulce, siento que te pierdo. Abro los ojos, me estás mirando, me agarro más fuerte a vos. Sonreís, y me besás despacito, pero no te sonrío, no te beso. Me acariciás el pelo, jugás con él, sabés que me encanta, que me relaja, que soluciona cualquier preocupación que pueda tener en el momento. Me quedaría así por siempre, vos también, lo veo en tus ojos; pero al pensarlo, la palabra siempre me duele en el alma. Tenemos quince días. A pesar de que gané, me alejo primero, hago lo que deberías estar haciendo vos. “Estás bien hermosa?” preguntás y solo asiento, no quiero mirarte, pero no puedo no hacerlo. Sonrío, me hacés tan feliz. Me das un beso y esta vez estoy presente, no pienso en otra cosa que en la suavidad de tus labios juntos a los míos, en esos preciosos segundos. El frío del estacionamiento es desalentador, nadie quiere salir; pero igual, me tomás por la cintura y caminamos hasta el auto. Siento tu mano jugando con mi espalda, arriba de las cinco capas de ropa, y aún así me estremezco. Me abrís la puerta y te sonrío. Por primera vez, vamos en silencio, solo escucho la música de fondo. “No hay tinta ni papel en las imprentas para poder poner lo que te quiero en letras”. Te miro, y te acaricio el pelo, se que te gusta también. Sonreís, quitás la mirada de la avenida y me mirás a mi, en silencio. La forma en que tus labios sonríen, lo celestes que son tus ojos. Sos demasiado perfecto, te sonrío también, pero no puedo sostenerte la mirada. Siento que vas a descubrir en mis ojos el amor que te tengo, como me asusta la idea de perderte, la tristeza que me causa saber que voy a hacerlo. Y hago la cuenta en mi cabeza, quince días. Miro por la ventanilla, las casas que pasan, confundiéndose unas con otras, y escucho la música, sin escuchar. Me sorprendo a mi misma comiéndome una uña, un hábito desagradable que perdí hace mucho tiempo. Estoy preocupada, estoy triste. Como si leyeras mi mente, como si estuvieras pensando lo mismo que yo, me agarrás la mano. Juego con tus dedos, los entrelazo con los míos, me apretás suavecito, como si dijeras “Todo va a estar bien” pero tus palabras lo contradicen. “Tengo miedo, si te pasa algo cuando no estoy?”. Te aprieto la mano una última vez y la suelto. En estos siete meses, u ocho, me devolviste la fuerza y la felicidad. Y tengo miedo que te las lleves con vos cuando te vayas. Te volviste mi fuerza y mi felicidad y me da miedo que no estés; no quiero volver a ser lo de antes, pero no veo cómo si no estás. No me acuerdo como era ser feliz sin vos. Estoy a dos semáforos de llegar a casa, quiero que estaciones, y decirte esto. Decirte, que a pesar de las veces que repetiste que quienes están con vos no pueden ser felices, vos sos mi sinónimo de felicidad. Decirte, como me ahogaba cuando llegaste, y me rescataste; como le devolviste la luz a mi vida. Quiero decirte todo esto, pero no puedo, no quiero que me veas llorar. Y el segundo semáforo se pone en verde. Me trago las palabras y las lágrimas, mientras bajás a abrirme la puerta. Me sostengo de vos para poder salir, como siempre. Me causa escalofríos el contacto con tus manos calentitas. Me abrazás, no sé si quiero quedarme así por siempre o correr y estar sola, para acostumbrarme a la idea de perderte. No sé cual sentimiento es más fuerte. Te doy un beso en la mejilla, en esa que no te duele. Me abrazás, y me das un beso. Corto, suave, dulce. Pego mi frente a la tuya, sé que me estás mirando, y cierro los ojos, no voy a dejar que las lágrimas me ganen. Te doy un último beso y abro la puerta. Y me ahogo en un mar de lágrimas, tratando de descubrir como voy a hacer para seguir, si ya te extraño.
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